viernes, 3 de junio de 2011

Las olas (o él y ella)

Es un misterio. Él vive en otro tiempo, en otro lugar en el que las cosas son enteramente diferentes: los girasoles solamente abren de noche; las olas del mar nacen de la arena y rompen todas, al mismo tiempo, en el centro del océano, justo a la mitad; las plantas han invadido el núcleo terrestre por su perpetuo crecimiento hacia abajo y las raíces ya no caben en los cielos, ni en los techos de las casas por donde caminamos los hombres y las mujeres, tratando de perdernos lo suficiente para encontrarnos de regreso. Ella está acostada en su cama, es la una con catorce de la madrugada, el reloj avanza, normalmente, cada sesenta segundos, un minuto, cada sesenta minutos, una hora. Ahora es la una y cuarto. Ella sigue acostada en su cama, escribiendo estas palabras, sin luz que la acompañe: las flores que crecen verticales, hacia arriba, la ven de reojo desde la esquina; el ruido del ventilador la arrulla, la hace pensar en el mar de Oaxaca en el que las olas rompen quedito, a la orilla; se levanta por un vaso de agua, descalza, sobre el piso que está debajo de sus plantas, siempre ha estado ahí y siempre ahí estará; sabe, de cierto, que los girasoles estarán abiertos por la mañana, siguiendo al sol, como siempre. Cierra los ojos, acomoda la almohada, estira las piernas que se asoman al final de las sábanas. Duerme. Sueña con un hombre que vive en otro tiempo, en el que las cosas son enteramente diferentes. Lo recuerda. Lo besa. Lo descifra. Entonces despierta. A su lado está el mismo hombre. Se asoma por la ventana: los girasoles están cerrados; las raíces más altas que ayer, ya rebasan los altos suelos de las casas que se descubren hasta el horizonte, ante su mirada; y las olas, delicadas, decididas, se alejan para ir a encontrarse con el resto, en el centro del océano, justo a la mitad.

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