lunes, 27 de junio de 2011

Conjuro #17: para encontrar el amor verdadero


Y después, un día, se acabó la búsqueda. María encontró justo lo que necesitaba. Llegó a su casa en Miguel Laurent. Después de subir tres pisos, abrió la puerta y ésta rechinó, como si se quejara del horario exageradamente nocturno de su dueña. Dejó caer su abrigo al suelo de parquet. Se quitó los zapatos y siguió andando así, descalza. Llegó al cajón, al único cajón de la sala a medio amueblar y sacó una hoja blanca. Prendió una vela aromática: moras de la selva, el especial de la semana.  Se desnudó por completo, despacio. Suspiró aliviada, como si todos los pesos del mundo que estaban agarrotados en su espalda, se hubieran desprendido, se hubieran echado a volar. La silla, que había dejado preparada desde que salió por la mañana, la recibió ansiosa. María se cortó un mechón de cabello; era negro, como las sombras de la calle cuando se va la luz a otro lado. Sacó de su bolsa y puso sobre la mesa un frasco rotulado “lágrimas de las tres de la mañana”; estaba hasta el tope, llorado. Se picó el dedo anular izquierdo con un alfiler de la abuela, después de calentarlo cuarenta y tres segundos con un encendedor amarillo que había hallado el día anterior, enterrado en la alacena. Todo perfectamente cronometrado. Bebió dos copas de vino, medio llenas, medio vacías, vino rosado de Burdeos; según las instrucciones, no podía ser otro. Revisó la lista de requerimientos; la palomeó entera. Y entonces, empezó el ritual. Había llegado la hora: ya tenía todos los deseos en las puntas de los dedos, a flor de piel, de huella dactilar. Sobre la hoja de papel amate, previamente puesta al sol cuarenta y tres días de verano, escribió con la sangre de un hada que había capturado hacía un par de horas en el estacionamiento subterráneo del edificio. Escribió, conteniendo la respiración: Te conjuro esta noche y todas. Aparécete. Besa mis párpados sembrados de luciérnagas, quédatelas en los labios aunque te vayas, aunque te duermas. Aparece con tus ojos, del color que sean, con el rostro que tengas puesto ese día, como te llames. Aparece. Porque se ha vuelto muy difícil pasar las horas sin conocerte, sin saber a qué saben tus mordidas, sin poderte curar las heridas con la lengua, con mis besos metidos en tu piel que me anhela, aun sin saberlo. Te conjuro. Te invoco. Esta noche. Manifiéstate aquí, en mí, en el espacio que guardan mis sábanas para tu cuerpo, para tus sueños. No sé quién eres, pero te espero. María dejó la pluma: una de las cinco últimas plumas del ala de un cisne; el vendedor aseguró que ésas son las de mejor calidad. Guardó los componentes del hechizo en el cajón deshabitado. Olvidó apagar la vela que siguió consumiéndose hasta el último respiro de aquella noche. Se fue a la cama con la magia en sus ojos gitanos, en sus ojos de princesa nazarí enamorada. Durmió. María amaneció muerta. Así la encontraron quienes la encontraron: abrazando un espacio vacío. En su buró, quedó sólo una nota. Tinta de noche, letra de molde: Estuve aquí, amor, como querías. Te besé toda, no solamente los párpados y me llevé las luciérnagas. Gracias. Mis ojos son transparentes. Traía puesto el rostro nevado, ése del que hablan los que ven la luz al final del túnel, que ni es luz, ni es túnel. Tienden a confundirse los desdichados. No tengo nombre, ningún día del año. Mis mordidas saben amargas, siento avisarte; a estas horas de la mañana lo tendrás asegurado. Tu piel se ha quedado en mis dedos, y debo decirte, no esperaba que fuera tan hermosa al tacto; el dulce olor que desprendía, a moras de la selva, fue lo que me convenció de llevarte conmigo, para siempre, a donde vaya. Ahora sabes quién soy, a quién esperabas. El argumento de esa noche trágica en la Colonia del Valle, quedó asentado para la eternidad; todavía lo enseñan las maestras en tercero de primaria: las mujeres que matan hadas, especialmente en un estacionamiento, nunca viven para contarla, nunca encuentran el amor verdadero y apenas se duermen, se apagan.


martes, 14 de junio de 2011

Nueve estancias de mi cuerpo (el espejo y la fuga)

I

Los átomos cayeron en el lugar preciso, frente al espejo.

 

II

La partículas formaron pies de plomo algodonado, para hundirme en los ríos si es necesario, o acompañar a una nube perdida, si se requiere. A veces eso es complicado: quedarme a la mitad, entre el mar y el cielo, flotando ahí con los pájaros que se burlan de mi estancia en el limbo físico que descansa suspendido en el espacio entre lo azul y lo azul.


III

Cayeron los átomos en mis piernas que a fuerza de tormenta y de caricia y de suspiro se hicieron de agapandos; son pequeñas pero siguen dando pasos para alcanzar el horizonte, las utopías que se agarran de las orillas del horizonte, para que salga yo corriendo tras ellas y dé vueltas al mundo y gire y vuelva al mismo lugar siendo distinta, como mis piernas.


IV

Cayeron las moléculas orgánicas necesarias para hacerme un vientre ansioso, de vida, de poema, de deseos montados en corcel de luciérnagas, en papalote nocturno amarrado a la espalda de esa mujer en el espejo, de la ficción que refleja la narración de esta piel y esconde un misterio genético en su alma.


V

Se derramaron las sustancias primarias que formaron mi pecho volcánico; mis costillas, que pudieron ser prestadas, pero son propias, por fortuna (a mí que no me cuenten cualquier otra versión de esa historia). Las hicieron paralelas, las hicieron jaula para mis ansias: suficientemente separadas para que burlen al velador nocturno y se escapen a visitar las órbitas de las estrellas vecinas, a plantarles besos a los lunares del universo.



VI

Luego siguieron lloviendo los átomos alados, me hicieron cuello y rostro (ése que habla, a veces, desde una isla perdida), me llovieron las ideas; tejieron mis cabellos con hilos de linternas, de faros perdidos en los terrenos impensables de las mareas muertas.


VII

Se esmeraron con esa parte de la proyección ficticia, la que intenta venderme el cristal que miro con los ojos, ésos que también me diseñaron las mariposas que dictan la secuencia proteínica de mi existencia. Se esmeraron porque todo se complica y no entiendo por completo la ilusión óptica que soy, ni la que es mi cuerpo, ni la que fue mi cuerpo hace un segundo, y hace un segundo, y hace un segundo.



VII

Los átomos cayeron en el lugar preciso, un día, y heme aquí, sin saber a quién echarle la culpa, darle palmaditas en la espalda o pedir los planos para encontrar el camino hacia la salida.


IX

Quisiera dejar mi cuerpo en compañía del espejo e irme a pasear sola, con mis cabellos, montada en una flecha transparente que apunte al corazón de algún vagabundo loco, de ésos que mueven las manos, tratando de asir a los ángeles que se les atraviesan.


viernes, 3 de junio de 2011

Las olas (o él y ella)

Es un misterio. Él vive en otro tiempo, en otro lugar en el que las cosas son enteramente diferentes: los girasoles solamente abren de noche; las olas del mar nacen de la arena y rompen todas, al mismo tiempo, en el centro del océano, justo a la mitad; las plantas han invadido el núcleo terrestre por su perpetuo crecimiento hacia abajo y las raíces ya no caben en los cielos, ni en los techos de las casas por donde caminamos los hombres y las mujeres, tratando de perdernos lo suficiente para encontrarnos de regreso. Ella está acostada en su cama, es la una con catorce de la madrugada, el reloj avanza, normalmente, cada sesenta segundos, un minuto, cada sesenta minutos, una hora. Ahora es la una y cuarto. Ella sigue acostada en su cama, escribiendo estas palabras, sin luz que la acompañe: las flores que crecen verticales, hacia arriba, la ven de reojo desde la esquina; el ruido del ventilador la arrulla, la hace pensar en el mar de Oaxaca en el que las olas rompen quedito, a la orilla; se levanta por un vaso de agua, descalza, sobre el piso que está debajo de sus plantas, siempre ha estado ahí y siempre ahí estará; sabe, de cierto, que los girasoles estarán abiertos por la mañana, siguiendo al sol, como siempre. Cierra los ojos, acomoda la almohada, estira las piernas que se asoman al final de las sábanas. Duerme. Sueña con un hombre que vive en otro tiempo, en el que las cosas son enteramente diferentes. Lo recuerda. Lo besa. Lo descifra. Entonces despierta. A su lado está el mismo hombre. Se asoma por la ventana: los girasoles están cerrados; las raíces más altas que ayer, ya rebasan los altos suelos de las casas que se descubren hasta el horizonte, ante su mirada; y las olas, delicadas, decididas, se alejan para ir a encontrarse con el resto, en el centro del océano, justo a la mitad.

jueves, 2 de junio de 2011

Cazadoras


Por las noches salen a cazar las mariposas: cambian sus inocentes alas por redes de pequeños hilos que cantan, hilos de cantos de sirenas olvidadas; se hacen aparecer en sus manchas reflejos del oro perdido (aquél de las leyendas) que buscan los hombres cuando sueñan, que viven buscando despiertos entre las piedras sueltas de las banquetas. Idiotas. Esos hombres son presas sencillas, no requieren estrategias complejas ni cárteles enteros de dianas: andan con los ojos vendados, ni se percatan del aleteo sutil que los acompaña, hasta que dan el último paso, tropiezan. Entonces, a esa hora, se oye el sonido de miles de hombres que desaparecen, los suspiros de ésos que se acaban a manos (a alas) de nocturnas voladoras despiadadas. Por las noches, al menos, las mariposas tienen la última palabra.

miércoles, 1 de junio de 2011

Enredadera

Soy la enredadera que sube necia por la ventana. Extiendo mi ser contra la fachada de la casa. Estiro mis dedos para alcanzar las estrellas y abrazarlas con mis ramas, quedármelas para siempre, instalarme en sus alas.