martes, 31 de julio de 2012

Facta est lux

Me nombraste.
Y nació la tinta en tus manos de noche.
En tus pupilas encendidas.
En el roce transparente de aquella mirada que me mata lentamente con su roce.
La mirada.
Haz de luz incandescente.
Dulce daga que me mata.
Tesoro ancestral que desentierras.
Cada instante.
De mis ojos.
La alborada verdeoliva que aparece de repente.
Incapaz de disiparse por completo.
La estrella ésa que nos ata.
A otros mundos posibles que germinan.
En la distancia siempre más corta entre nuestros cuerpos.

En medio queda sólo el tiempo, amor.
El tiempo que de tinta va llenando los silencios con palabras.
El sonido de tu voz cascada que se atempera.
Poco a poco.
En mis adentros.  

La ignorancia de tu nombre se termina.
La de tu peso sobre la almendra de mi piel y sus brasas expectantes.
El misterio turquesa del cauce que sumamos.
La tortuosa sed de manantial que nutre las caricias del que ama.
El frío entre los labios.
Pronto a acabarse.
Al borde.
Los secretos que se tejen en la espera ensimismada.

Arde despacio el alma.
Toda escarlata, permanece.
La luna en sacrificio.
Único puntal de nuestro encuentro.
La atalaya de tu rostro.
El aullido de la ausencia que florece en un manojo de astromelias blancas.

Todo tiempo a este hombre sólo.
Al crujir de tu belleza.
De la despoblada luminaria que se enciende.
En el resquicio que ha fundado aquí nuestra existencia.
En este instante.

Se hizo la luz.
Entonces.
Y quedó bordada entre nosotros la palabra.
Aquella desierta majestad del día en que apenas raya el alba.

jueves, 5 de julio de 2012

De tu sombra

De repente, sin motivo, aparece aquí tu sombra.
El recuerdo se teje de los hilos no vividos que nos atan.
Esa piel de hojas que gotea.
Y lo escribes.
El sonido del agua al caer sobre tu sombra.
El crujido.
Aquél que desconozco.
Cuando cae.
Y terminas de escribirlo.
Se derrumba la transparencia de la gota.
Y ahí te reconozco. 
La tinta negra se derrama. 
En tu sombra transparente.
El vértigo de la caída.
En la pluma.
El precipicio.
El murmullo de la gota.
De tu sombra.
El verso que se acerca al borde de la página.
El riesgo.
Y las orillas.
La epidermis que se escurre y moja y humedece el grito.
La sombra de tu grito amordazado.
Nuestro grito.
El crujir de la hoja que se quiebra en la distancia.
La océana distancia entre la hoja, y el agua, y la poesía.
Entre nuestras sombras.
Y nosotros.
La piel en llamas.
Encendida.
La sombra de la flama.
Incandescente.
Salva.
La gota de piel que somos, aun de lejos.
Sin motivos aparentes.
Sin sombra.
Suena.
El sonido de tu rastro en mis pupilas.
El rugir de la distancia y los ojos pardos que se rozan.
Las perlas en las puntas de los dedos como mundos trastocados.
Tocados.
Dos.
La piel sin tocarse se consume.
La hoja cruje.
La furia del cuerpo que se quiebra en pedacitos.
Al invocarte.
Y a tu sombra.
El sonido de la furia.
El rugido.
La aparición de tu sombra sobre el frío de la sábana que invita.
Sobre el frío de la piel encandilada.
De mi piel encandilada.
Sobre la necedad de la distancia.
En medio, sólo queda el agua.
Sólo tu sombra.
Sólo queda.
Nada.

jueves, 21 de junio de 2012

CineClub erótico / Performance multidisciplinario

Este sábado 23 de junio, a las 6:30 p.m. en el centro cultural "El Manojo" (Cuernavaca, Morelos, frente a Samborns de Plaza Cuernavaca) tendremos el placer de presentar el estreno de este performance (Danza/Música/Poesía erótica) y la primera película erótica de la historia. ¿Qué dicen? ¡L@s esperamos!
Lectura de: Mónica Puyhol, Lucero García Flores y tantas y tantos que se han desnudado en el papel a lo largo de la historia. 
Bailarina invitada: Cynthia Hamm 
Más información: https://www.facebook.com/events/376612982400418/ 

domingo, 20 de mayo de 2012

De fantasmas


Para Max Rojas y los cuerpos que nos atan

Se sentó frente a mí y leyó el epitafio.
Amor, a fin de cuentas, es vacío.
Dictó sentencia.

La noche era apenas clara.
Él hablaba de la soledad que lo contiene todo.
De los cuerpos.
Todos los cuerpos.
Todos.

La soledad que queda después de los cuerpos.
Cuando todos se han ido y las luces se apagan, de a poquito.
Los pedazos de los cuerpos que se encendieron aquel día.
Aquéllos incandescentes.

Y su voz de miel, su grave voz que trepida mar adentro.
Su voz que trémula se queda en mi garganta.
Su voz de papel en llamas.
El fuego que nace de sus labios transparentes.
De la sequía.
La vida que queda en la vera del río y reposa.
Por la tarde.

Sí, tal vez tengo unas primaveras menos.
Menos canas, quizás.
La misma soledad toca a la puerta.
Los mismos huecos llenan el alma.
La misma voz cascada derrumba los cimientos de la entraña.
De la última esperanza.

Y no llega.
No llega nunca la calma.
No llega nunca el silencio que acaricia el alma cansada.
No llega nunca.

La soledad, reina.
La soledad, casa.
La soledad, colmena y refugio y marejada.

Y ese hombre sentado al fondo de la sala.
El libro entre sus manos.
Las páginas calladas que dictan verso tras verso tras verso.
Y la página no acaba.

No acaba nunca el grito.
La voz detrás de la puerta que nunca se calla.
Los cuerpos que componen la lágrima, el suspiro, la madrugada.
La luna que, acaso, es la que acompaña.

Dormidos quedamos.
Dormidos todos bajo la sombra de su pluma que arrasa.

La nada que todo cubre, que amaina, que acelera y cruje y canta.

El ruido en la escalera.
Cuando no hay nadie que pase.

Él dice que no vendrá nunca nadie y sabe de lo que habla.

Sí, tal vez eran menos las primaveras.
Tal vez menos las andadas, las huellas y los girasoles de aquel día.
Tal vez en mi pecho quedaban menos restos de los cuerpos que trepanan.
Tal vez era otro el que entonces hablaba.

Pero la cadencia inclemente de su poema eterno se vuelve faro y aclara.
Es la única barca posible para sortear las tinieblas.

El laberinto que se abre ante los ojos del que espera la alborada.
La media luz que atestigua el garrotazo, el terremoto.
El vagabundo con su poesía en los ojos dulces que inevitablemente carga.
El que ha nombrado las cosas que nos pasan, una a una.
La mañana.

Luego viene el vacío de sabernos en pedazos que se habitan o se mudan o se encuentran con los cuerpos que luego son los que nos matan.
Los espacios vacíos entre los cuerpos.
Las distancias.

Los cuerpos que nos matan.
De amor, de rabia, de belleza incalculada.
Lo incalculable de la nada y su dominio.

La soledad que cae rodando por la escalinata de la sala.
Y se acuesta sobre el regazo del poeta.
Se arrellana.
Ronronea.

La soledad que come ansias.
La soledad que sólo a veces compartimos con la gana.

El deseo de la piel de incendiarse a fuego lento.
De consumirnos al compás de las miradas.

A pesar de las primaveras que me lleva por delante.
Las que tengo ya olvidadas en otras vidas que han pasado por la calle de mi casa.
Por la estancia aquélla de la Alhambra que ha quedado iluminada sólo de azogue.
De las estrellas que se derraman sobre las fuentes y jardines.
Las que compartí con él en la madera de un buen vino.
De un mezcal caliente y acerado.
De un cigarro que se consume como se consume luego el alma.
Como la soledad que se abrasa con el tiempo.

La columna de ceniza que finalmente sucumbe ante el peso ínfimo del aire y su letargo.
El amor que no es otra cosa que vacío.
El amor que se macera en el vacío de los cuerpos y las pieles que se tocan a escondidas.
De las moléculas que se apilan formando un fuerte infranqueable y portentoso.

Los átomos que vacíos nos acercan y nos unen.
Los pedazos que somos en silencio.
Los pedazos.

Y luego yo.
Las otras primaveras que me faltan.
Y yo.
Y la soledad que me acompaña y me lame las heridas, insistente.
La que se estaciona con mi sombra y arremete contra el tiempo.
La que duele.
La que no suena de ningún modo, ni huele a nada, ni siente.
La soledad ésa.
La azul, la colmilluda, la quieta.

Y él.
Al fondo de la sala.
Cuidando el libro y las palabras y la poesía que se le escapa de la mirada clara.
La voz vigilante y guardiana.
Los cuerpos sobre la página blanca.
La cuerda alrededor de la garganta.

No hay reloj en esta estancia. 
No hay tiempo.
No corre el sol sobre las cosas como pasa afuera, que no dentro.
En otros lados.

En su presencia no corre el sol, ni anda la luna, ni las estrellas parpadean.
Ninguna.

Todo está quieto.
Sólo su boca que se mueve a contrapunto.
Sólo la estela que dejan sus huellas sobre la vida que avanza.
Sólo queda el tiempo adolecido de tenernos frente a frente y deletrearnos.
Sólo la ausencia del cuerpo deseado.
La ausencia sorda del deseo.
De las ansias de fundirnos con el otro hacia la nada.
La nada que todo lo contiene.
El vacío que nos compone las entrañas.

La sal sobre la mesa.
Las gotas plateadas de lluvia sobre los cristales de sus lentes.
El profundo cristal que guarda sus ojos dulces y viejos.
Y los destellos que nos matan.

La soledad, entonces, es lo que decanta.
Después de las mareas que nos traen a buen recaudo.
Queda el fantasma.
Solamente el fantasma y su sonido hueco y su hueco en el alma.

Quedan los lentes, la camisa y los zapatos.
Queda nada.

Pero queda también el libro y el poema y las páginas saladas que acompañan.

Queda la soledad contenida entre las pastas.

El vacío que es la noche que nos cubre como sus manos pintadas de tabaco.
El golpe de los nudillos contra la puerta que no tiene llave ni está cerrada.

Queda la soledad contenida entre las pastas.

La soledad de su voz de roble que perfora el alma, de a poquito.
El fantasma.

La noche era apenas clara.
El epitafio colgaba del techo junto a la lámpara.

Y las primaveras que me faltan se estrellaron contra mi frente y llegaron todas, a un tiempo, a habitarme.
Todas las primaveras que él me lleva de ventaja.

Fuimos dos almas viejas desgajando el vacío.
Dos almas solas que fueron reflejo.
Dos espejos encontrados que tejieron las nubes y la luna de mayo que es entonces espía y carnada.

La luna que fue testigo de los cuerpos que sobrevivieron la matanza.
Los que quedamos, con la soledad a cuestas.
Para contar la noche aquélla que ha de contarse siempre, con el libro entre las manos.

La noche de Max Rojas.
La noche de los cuerpos que se incendian de locura de saberse enamorados.
De saberse lejos, en un día que ya no es hoy y que se ha ido de este mundo a esconderse en otro lado.
La soledad que es origen de todo lo que anida y crece.
Como el sonido transparente de todas las cigarras.
El metálico frío de una noche solitaria.
El que sólo queda lleno cuando el cuerpo se levanta.
Cuando la piel se escandaliza y la electricidad se ata en la distancia.

Es ésa.
La soledad que lo contiene todo.
La nada que nos consume.
La que alimenta.
La que es tinta y verbo y carcajada.

La soledad que lo contiene todo.
La que mata despacio.
La que mata.

miércoles, 4 de abril de 2012

Lo divino

A Andrés y Adrián, un viernes por la tarde.

Una imagen sola:
la transparencia del horizonte rojo mira el mundo que los hombres han creado;
las alturas y sus siluetas enmarcan los ladridos
en una ciudad que desaparece bajo el sol,
                        aquél que deserta.
Luego la luz se atenúa entre las nubes caprichosas y sus ángulos precisos;
para alcanzarlas, bastaría alzar los dedos un poco más,
levantar el pincel de la mirada,
estirar el último verso un par de palabras
para capturar el azul atardecido que contienen.
Y es que debe adorarse el instante entre las jacarandas que agonizan:
el fuego de una tarde imposible sobre las paredes elípticas que dejó Spencer,
para las manos cuando se tocan;
para suspirar,
porque más, no hay nada.
Entonces se incendia el silencio interrumpido por aquello que el viento confiesa.
Y abril es perfecto bajo el cielo de esta tarde:
nuestra respiración acompasada;
las palmeras que se mecen y bailan y ríen de contentas.
Aquí es donde murmuran los rezos de antiguos feligreses, en cascada.
Ya suaves, los oídos:
aquí queda solamente lo divino.
El firmamento yace sobre las ascuas de una piel desnuda.
Descalza viaja la existencia.
Y las parvadas anuncian el principio, el futuro:
la maravilla de encontrarse con un mirador al universo:
cuando los árboles más altos atraviesan la vista,
esas montañas silentes y la bendita compañía de aquéllos, los que viajan con nosotros,
entre los escombros que sobreviven a la tierra.
Las ruinas que han quedado.
El lugar único y finito que uno ocupa hoy con las rodillas, orando,
para que la vorágine nos lleve del todo,
para que la furia de los cuerpos incandescentes
nos consuma por completo.
            De una vez.  
Y que el poema estalle,
y renazca la poesía en llamas,
así, ardiente, violenta,
            así como el sol que nos eclipsa.