jueves, 27 de mayo de 2010

Intentos de iluminación en 17 sílabas


Contentamiento:
cierra los ojos, vive,
respira. Siente.


Meditando así,
las flores y los sueños
los pinta Monet.


En flor de loto,
el infinito nace,
emana de mí.


Mientas exhalo,
sigue el mundo girando.
Se tiñe de paz.


Abro el corazón:
tristeza compasiva,
llanto de color.
.

Patas de tigre,
que cuidan mi mente, dan
luz a mis pasos.


Suave, despacio,
con la fuerza del gran sol
que tienes en ti.


Descubriendo mi
camino, mi esperanza:
todo hacia dentro.


Tierra desnuda
que contiene mi aliento,
protege mi alma.


Sabia postura:
sentada en el cojín,
conociéndome.


Vibra mi esencia.
La voz del maestro que
siembra el silencio.


Aquí, ahora:
magia, en movimiento.
No te la pierdas.


Descansa la mente.
Libera la dicha, de
tu respiración.

lunes, 17 de mayo de 2010

Jaime Sabines


Nunca lo conocí. Cuando él murió yo tenía once años y aún no había leído sus versos dorados. A veces me pregunto qué hay en ese hombre que me hace amarlo tanto, por qué me aferro a sus deliciosas palabras con tal magnetismo, cómo es que sus poemas se me meten hasta el último rincón del espíritu.


Con orgullo y con un tremendo amor inexplicable, lo he descubierto escondido entre mis propios versos y también con él he encontrado muchas respuestas. Será porque fue paisano de uno de los hombres más importantes de mi vida: mi abuelo, chiapaneco como Sabines.


Un día, hace mucho tiempo nació un hombre en Líbano. Después de algunos años, siendo aún un niño, emigró a Cuba junto con sus padres y sus hermanos. Nadie sabe si Julio fue seducido por el amor, por la revolución o por el Destino que no da tregua, pero en 1914, con menos de quince años encima, partió a tierras mexicanas. Ahí conoció a la madre de sus tres hijos, Juan, Jorge y Jaime. Luz Gutiérrez era hija del gobernador, Joaquín Miguel Gutiérrez, en cuyo honor la capital chiapaneca lleva su apellido.


Jaime nació a este mundo después de largos viajes, eternas travesías –hasta otras vidas–, en las que probablemente coleccionó letras, y conoció hombres y mujeres paradisíacos: simples mortales que ahora dejan huellas desnudas en sus libros, en los amores poetizados por la pluma colmada de vida de mi querido Sabines. Esto ocurrió un día veinticinco de marzo en el lejano 1926. Tuxtla Gutiérrez albergó, no sólo sus primeros balbuceos de bebé, sino también muchos pedazos de su existencia, sus recuerdos, sus pasiones y sus selvas.


El niño que antaño jugaba canicas, lanzaba el trompo hilvanando nubes y anotaba canastas en el patio de la escuela, se convirtió después en estudiante de medicina, literato, poeta, ensayista, diputado, político y adorador de la vida misma. Trenzador de sueños, escultor de versos y prosemas. Jaime Sabines es luz cuando uno está lleno de vacío y oscuridad. Para mí, eso resulta innegable.


Empezó, como muchos, iluminando el mundo con sus poemas, que él mismo describe como principiantes, en el periódico de su preparatoria que se llamó El Estudiante. Para 1945 su corazón ya le dictaba con fuerza el deseo indomable de la creación. Sabines quería inventar nuevas medicinas, por lo que viajó a la Ciudad de México y sí, estudió medicina. El sufrimiento humano afirmó al poeta que maduraba dentro de él. Al poco tiempo se dio cuenta de que más que en los tratados anatómicos y disertaciones científicas, su verdadero ser, su trinchera, su poder, estaba en las letras.


Estudió Lengua y Literatura Española en la Universidad Nacional. Ya en las aulas empezó a tejer amistades y vivencias con personas como Sergio Galindo, Rosario Castellanos, Dolores Castro y Sergio Magaña. Hubo tertulias frecuentes en las que discutían sus textos, pensaban y dejaban volar sus voces; Jaime conoció en este tiempo a Pita Amor, a Juan José Arreola, a Guadalupe Dueñas y a su admirado Juan Rulfo. A pesar de todos estos encuentros, Sabines afirmaba que “el hombre está solo; la poesía es un puente que se tiende de una soledad a otra”.


Son Horal, La Señal, Adán y Eva, Tarumba, Diario semanario, Yuria, Maltiempo y Poemas rescatados, sólo algunos de los libros que marcaron su trayectoria como uno de los más queridos poetas mexicanos. Sabines supo, con una sabiduría pródiga y una sencillez envidiable, verter la Vida en sus páginas blancas: la luna que se puede tomar a cucharadas, el agua que germina, el jardín que la noche visita, el arroyo de la sombra, el perro soñando con gaviotas, los amorosos que se van llorando, los relojes andando hacia atrás, las rodillas de marfil al fuego, el lugar en que el aire se acaba, la espalda como una llanura en el silencio, la hoguera del amor quemado (versos prestados del poeta); y sí, finalmente también supo dejarnos el final con cantos: “la muerte, hija de puta, viene”.


Jaime también halló amor fuera de sus libros. En 1953 se casó con Josefa Rodríguez Zebadúa y con ella procreó un hijo llamado Julio, y tres hijas, Julieta, Judith y Jazmín. La fiebre de la j. A pesar de su vocación por la poesía, en su camino también tuvo que enfrentarse al oficio del comerciante en la tienda de telas El Modelo y a la vida del político mexicano como diputado federal en 1976 y en 1988, lo cual no siempre disfrutó. Pruebas suficientes son sus palabras: “Ser diputado te da poder durante tres años. Pero la vergüenza te dura toda la vida”.


Un día gris murió Julio Sabines, su padre. Este evento germinó en una obra monumental escrita en dos partes, Algo sobre la muerte del mayor Sabines. En sus palabras, “el poema es puro dolor, desgarramiento, impotencia ante la muerte”. En 1966 muere Doña Luz, y Sabines busca la paz en sus versos y sus reflexiones filosóficas, aunque concluye con que “ante la muerte el poema no existe”.


Jaime Sabines vio a la muerte de frente y durmió con ella muchos años; la enfermedad, el dolor y el cáncer se lo llevaron lejos. Treinta y cinco operaciones lo hicieron permanecer en casa. En este tiempo escribió uno de sus poemas más hermosos, Me encanta Dios. A pesar de su padecimiento, Sabines viajó muchísimo en esta época. Deleitó al mundo con sus creaciones en Tamaulipas, Monterrey, Guadalajara, Tijuana, Tuxtla Gutiérrez, Nueva York, Quebec, París y Madrid.


Sabines hubiera vivido su septuagésimo tercer aniversario, si la muerte lo hubiera esperado seis días. Pero se fue temprano. El diecinueve de marzo de 1999, con su esposa, sus hijos y las plegarias de sus amigos y lectores, junto a su lecho, Jaime murió.


Nos quedan muchas cosas del buen Sabines; nos quedan sus versos, por sobre todas ellas. A mí me quedan otras tantas. Con él aprendí a hacer homenajes versados a hombres perfectos, a hombres que extrañamos tanto que duele el corazón a diario por su ausencia; aprendí a llorar y a reír en compañía de un poema maravilloso, de su astuto poeta; he aprendido que al amor se le puede reprochar todo el dolor del mundo, pero también se le agradece, toda su grandeza, todo su calor.


“Más que una vocación, la poesía es un destino”. Es también el Destino el que pone en la Tierra grandes hombres. Es también Él, con sus laberintos, el que ha dejado caer la página noventa y cuatro de ese libro sobre mis manos, sobre mis ojos abiertos:





Quiero hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.



Jaime Sabines

martes, 4 de mayo de 2010

De hombres y hombres

El cielo me mira con ojos extraños.
Me desconoce, o eso pretende.

Yo haría lo mismo.

Desconoce también a ese hombre
y a las miradas grises de aquella mujer.

¿De dónde sale tanta tristeza?
¿Dónde se guarda? ¿Dónde se acaba?

Me desgarran el alma (y la del cielo)
sus ojos negros de ayer,
sus sombras largas de hoy,
su hambre de todos los días.

¿De dónde salen tantas banquetas
que albergan sus noches?
¿Qué para ellos no hay luna?

Se corta la luz en pedacitos y se reparte.
Para ellos: penumbra.
Se me encoje la vida de sentirlos tan lejanos,
no siendo kilómetros los que hacen distancia.

¿Quién derramó tanta injusticia?
¿A quién se le salió de las manos?
Que vuelva por ella…

Mi alma se queda vacía,
también su plato y también su fe.
Todos nos quedamos perplejos.

Ya no es cuánto queda,
sino cuánto falta.

¿Quién osa quitarles tantas sonrisas?
¿Para qué las quiere?

Y veo otro hombre,
aquel de mirada indiferente,
bolsillos llenos de tristes ausencias.
Y me pregunto si el cielo lo conoce,
y lo dudo.

Y miro su cara oscura, su alma borrosa,
su corazón descompuesto.
Y me mira y él también me desconoce,
o eso pretende.

¿De dónde salen tantos hombres así?
¿A quién se le escaparon de las manos?
Sería preferible que vuelva por ellos.
No los queremos aquí.