Me nombraste.
Y nació la tinta en tus manos
de noche.
En tus pupilas encendidas.
En el roce transparente de aquella
mirada que me mata lentamente con su roce.
La mirada.
Haz de luz incandescente.
Dulce daga que me mata.
Tesoro ancestral que
desentierras.
Cada instante.
De mis ojos.
La alborada verdeoliva que
aparece de repente.
Incapaz de disiparse por
completo.
La estrella ésa que nos ata.
A otros mundos posibles que germinan.
En la distancia siempre más
corta entre nuestros cuerpos.
En medio queda sólo el tiempo,
amor.
El tiempo que de tinta va
llenando los silencios con palabras.
El sonido de tu voz cascada que
se atempera.
Poco a poco.
En mis adentros.
La ignorancia de tu nombre se
termina.
La de tu peso sobre la almendra
de mi piel y sus brasas expectantes.
El misterio turquesa del cauce
que sumamos.
La tortuosa sed de manantial que
nutre las caricias del que ama.
El frío entre los labios.
Pronto a acabarse.
Al borde.
Los secretos que se tejen en la
espera ensimismada.
Arde despacio el alma.
Toda escarlata, permanece.
La luna en sacrificio.
Único puntal de nuestro
encuentro.
La atalaya de tu rostro.
El aullido de la ausencia que
florece en un manojo de astromelias blancas.
Todo tiempo a este hombre sólo.
Al crujir de tu belleza.
De la despoblada luminaria que
se enciende.
En el resquicio que ha fundado
aquí nuestra existencia.
En este instante.
Se hizo la luz.
Entonces.
Y quedó bordada entre nosotros
la palabra.
Aquella
desierta majestad del día en que apenas raya el alba.