miércoles, 4 de abril de 2012

Lo divino

A Andrés y Adrián, un viernes por la tarde.

Una imagen sola:
la transparencia del horizonte rojo mira el mundo que los hombres han creado;
las alturas y sus siluetas enmarcan los ladridos
en una ciudad que desaparece bajo el sol,
                        aquél que deserta.
Luego la luz se atenúa entre las nubes caprichosas y sus ángulos precisos;
para alcanzarlas, bastaría alzar los dedos un poco más,
levantar el pincel de la mirada,
estirar el último verso un par de palabras
para capturar el azul atardecido que contienen.
Y es que debe adorarse el instante entre las jacarandas que agonizan:
el fuego de una tarde imposible sobre las paredes elípticas que dejó Spencer,
para las manos cuando se tocan;
para suspirar,
porque más, no hay nada.
Entonces se incendia el silencio interrumpido por aquello que el viento confiesa.
Y abril es perfecto bajo el cielo de esta tarde:
nuestra respiración acompasada;
las palmeras que se mecen y bailan y ríen de contentas.
Aquí es donde murmuran los rezos de antiguos feligreses, en cascada.
Ya suaves, los oídos:
aquí queda solamente lo divino.
El firmamento yace sobre las ascuas de una piel desnuda.
Descalza viaja la existencia.
Y las parvadas anuncian el principio, el futuro:
la maravilla de encontrarse con un mirador al universo:
cuando los árboles más altos atraviesan la vista,
esas montañas silentes y la bendita compañía de aquéllos, los que viajan con nosotros,
entre los escombros que sobreviven a la tierra.
Las ruinas que han quedado.
El lugar único y finito que uno ocupa hoy con las rodillas, orando,
para que la vorágine nos lleve del todo,
para que la furia de los cuerpos incandescentes
nos consuma por completo.
            De una vez.  
Y que el poema estalle,
y renazca la poesía en llamas,
así, ardiente, violenta,
            así como el sol que nos eclipsa.