A Andrés y
Adrián, un viernes por la tarde.
Una imagen sola:
la transparencia del horizonte rojo mira el
mundo que los hombres han creado;
las alturas
y sus siluetas enmarcan los ladridos
en
una ciudad que desaparece bajo el sol,
aquél
que deserta.
Luego la luz se atenúa entre las nubes
caprichosas y sus ángulos precisos;
para
alcanzarlas, bastaría alzar los dedos un poco más,
levantar
el pincel de la mirada,
estirar el
último verso un par de palabras
para
capturar el azul atardecido que contienen.
Y es que debe adorarse el instante entre las jacarandas que
agonizan:
el fuego de
una tarde imposible sobre las paredes elípticas que dejó Spencer,
para
las manos cuando se tocan;
para
suspirar,
porque
más, no hay nada.
Entonces se incendia el silencio interrumpido por aquello que el
viento confiesa.
Y abril es perfecto bajo el cielo de esta tarde:
nuestra respiración acompasada;
las palmeras que se mecen y bailan y ríen de
contentas.
Aquí es donde murmuran los rezos de antiguos feligreses, en
cascada.
Ya suaves, los oídos:
aquí
queda solamente lo divino.
El firmamento yace sobre las ascuas de una piel desnuda.
Descalza viaja la existencia.
Y las parvadas anuncian el principio, el futuro:
la maravilla de encontrarse con un mirador al
universo:
cuando
los árboles más altos atraviesan la vista,
esas
montañas silentes y la bendita compañía de aquéllos, los que viajan con
nosotros,
entre
los escombros que sobreviven a la tierra.
Las
ruinas que han quedado.
El
lugar único y finito que uno ocupa hoy con las rodillas, orando,
para
que la vorágine nos lleve del todo,
para
que la furia de los cuerpos incandescentes
nos
consuma por completo.
De una vez.
Y que el poema estalle,
y renazca la poesía en llamas,
así,
ardiente, violenta,