Las luces de las velas encienden el mar, poquito a poco. Las crestas quedan adornadas con los tiernos brotes del fuego que consume a las almas perdidas. Todas las sonrisas de los niños van y vienen, en el remolino del agua que humedece la vida de los hombres. Las lágrimas, las estrellas se caen de este cielo que, sólo a veces, nos cobija.
La plegaria de esta noche es para el universo,
porque yo no sé rezar de otra forma, porque de ahí vengo y hacia allá voy; por
si acaso escucha.
Protege, te suplico, a los que navegamos; a los que,
a la deriva, callados, vamos a tientas.
Ruega, entonces, por nosotros; por los
náufragos tristes que andamos el camino, sin zapatos, con los pétalos
desérticos de la soledad encima, en medio de las sábanas y el peso del cuerpo
único que las define como el todo hueco, como el todo solo que somos, casi
siempre.
Aboga por la grandeza que se esconde debajo de los
cuerpos de los pocos, de las letras que se escriben sobre el mapa, con la tinta
que desborda el corazón por las mañanas; porque es eso lo que salva los días
negros, las balas que dormitan en las banquetas de los callejones, el encuentro
consumado entre la daga y la carne, el beso falaz entre los labios sedientos.
Pide por nosotros, por nuestro desatino al pasar
por la tierra que hemos arado de más, quizá sin quererlo; por las manos de mi
madre, mi abuela y aquellas mujeres de antaño que viven en mis pupilas
verde-oliva, en los trazos de mis dedos, en la profundidad de ese mar que nos
desvela; porque todos somos, ahora, lo que fuimos y seremos; y ese punto
suspendido en el espacio y en el tiempo es la insistencia del agua sobre la
piel de la roca. La permanencia que cala. La eternidad contenida en una
nube que nos acaricia el pensamiento; la posibilidad que somos de ser aquello
que seremos. El hubiera es, también, cada momento.
Concédenos la maravilla que contienes, un atisbo
siquiera de tu inmensa belleza, para aliviar este frío y menguar el dolor del viaje:
el rocío aterciopelado de un amanecer en Barra Vieja; la mirada del abuelo en
las plantas de mis pies, bajo el bosque infinito de sus cejas plateadas; la
poesía escondida en las paredes de la Alhambra y las horas de aquellos
fantasmas que la guardan; las verdades de Eliot, las que florecen en el rosedal
de su consciencia; todas las mariposas del mundo abrigando los techos de esta
realidad que se derrumba; porque se derrumba, porque es cierto que trepida, que
tiembla, que suavemente el viento cansino destruye los cimientos de esta
historia, del rugido triste que sale de la herida, de la entraña desgarrada por
el hombre mismo, aquél que mata, que roba, el que miente sin reparos cuando
dice amar.
Guarda un vaso de luz para nuestro espíritu cansado
de bregar con la marea, para las almas errantes, para que cuando arribemos al
puerto, al final del camino, al eterno
retorno al que se nace cuando se nace,
podamos abrir los ojos, sin miedo, y seguir partiendo las aguas con nuestros versos
certeros.
Protege, te suplico, a los que navegamos.
Las luces de las velas encienden el mar. El canto
de sirena que arrecia en mi garganta se escucha en todas las caracolas vigilantes
de la playa. Las guardianas de las olas traen los sueños a la orilla, cuando
llega la luna a colorearlas. Los nautilos susurran a los hombres, las preguntas.
La plegaria de esta noche quede ahora en la botella,
a la deriva, como nosotros, los que navegamos; por si acaso escucha el
universo.