Para Max Rojas y los cuerpos que nos atan
Se sentó frente a mí y leyó el
epitafio.
Amor,
a fin de cuentas, es vacío.
Dictó sentencia.
La noche era apenas clara.
Él hablaba de la soledad que lo
contiene todo.
De los cuerpos.
Todos los cuerpos.
Todos.
La soledad que queda después de los
cuerpos.
Cuando todos se han ido y las luces
se apagan, de a poquito.
Los pedazos de los cuerpos que se
encendieron aquel día.
Aquéllos incandescentes.
Y su voz de miel, su grave voz que
trepida mar adentro.
Su voz que trémula se queda en mi
garganta.
Su voz de papel en llamas.
El fuego que nace de sus labios
transparentes.
De la sequía.
La vida que queda en la vera del río
y reposa.
Por la tarde.
Sí, tal vez tengo unas primaveras
menos.
Menos canas, quizás.
La misma soledad toca a la puerta.
Los mismos huecos llenan el alma.
La misma voz cascada derrumba los
cimientos de la entraña.
De la última esperanza.
Y no llega.
No llega nunca la calma.
No llega nunca el silencio que
acaricia el alma cansada.
No llega nunca.
La soledad, reina.
La soledad, casa.
La soledad, colmena y refugio y
marejada.
Y ese hombre sentado al fondo de la
sala.
El libro entre sus manos.
Las páginas calladas que dictan
verso tras verso tras verso.
Y la página no acaba.
No acaba nunca el grito.
La voz detrás de la puerta que
nunca se calla.
Los cuerpos que componen la
lágrima, el suspiro, la madrugada.
La luna que, acaso, es la que
acompaña.
Dormidos quedamos.
Dormidos todos bajo la sombra de su
pluma que arrasa.
La nada que todo cubre, que amaina,
que acelera y cruje y canta.
El ruido en la escalera.
Cuando no hay nadie que pase.
Él dice que no vendrá nunca nadie y
sabe de lo que habla.
Sí, tal vez eran menos las
primaveras.
Tal vez menos las andadas, las
huellas y los girasoles de aquel día.
Tal vez en mi pecho quedaban menos
restos de los cuerpos que trepanan.
Tal vez era otro el que entonces hablaba.
Pero la cadencia inclemente de su
poema eterno se vuelve faro y aclara.
Es la única barca posible para sortear las
tinieblas.
El laberinto que se abre ante los
ojos del que espera la alborada.
La media luz que atestigua el garrotazo,
el terremoto.
El vagabundo con su poesía en los
ojos dulces que inevitablemente carga.
El que ha nombrado las cosas que
nos pasan, una a una.
La mañana.
Luego viene el vacío de sabernos en
pedazos que se habitan o se mudan o se encuentran con los cuerpos que luego son los
que nos matan.
Los espacios vacíos entre los
cuerpos.
Las distancias.
Los cuerpos que nos matan.
De amor, de rabia, de belleza
incalculada.
Lo incalculable de la nada y su
dominio.
La soledad que cae rodando por la
escalinata de la sala.
Y se acuesta sobre el regazo del
poeta.
Se arrellana.
Ronronea.
La soledad que come ansias.
La soledad que sólo a veces
compartimos con la gana.
El deseo de la piel de incendiarse
a fuego lento.
De consumirnos al compás de las
miradas.
A pesar de las primaveras que me
lleva por delante.
Las que tengo ya olvidadas en otras
vidas que han pasado por la calle de mi casa.
Por la estancia aquélla de la
Alhambra que ha quedado iluminada sólo de azogue.
De las estrellas que se derraman
sobre las fuentes y jardines.
Las que compartí con él en la
madera de un buen vino.
De un mezcal caliente y acerado.
De un cigarro que se consume como
se consume luego el alma.
Como la soledad que se abrasa con
el tiempo.
La columna de ceniza que finalmente
sucumbe ante el peso ínfimo del aire y su letargo.
El amor que no es otra cosa que
vacío.
El amor que se macera en el vacío
de los cuerpos y las pieles que se tocan a escondidas.
De las moléculas que se apilan
formando un fuerte infranqueable y portentoso.
Los átomos que vacíos nos acercan y
nos unen.
Los pedazos que somos en silencio.
Los pedazos.
Y luego yo.
Las otras primaveras que me faltan.
Y yo.
Y la soledad que me acompaña y me
lame las heridas, insistente.
La que se estaciona con mi sombra y
arremete contra el tiempo.
La que duele.
La que no suena de ningún modo, ni
huele a nada, ni siente.
La soledad ésa.
La azul, la colmilluda, la quieta.
Y él.
Al fondo de la sala.
Cuidando el libro y las palabras y
la poesía que se le escapa de la mirada clara.
La voz vigilante y guardiana.
Los cuerpos sobre la página blanca.
La cuerda alrededor de la garganta.
No hay reloj en esta estancia.
No
hay tiempo.
No corre el sol sobre las cosas
como pasa afuera, que no dentro.
En otros lados.
En su presencia no corre el sol, ni
anda la luna, ni las estrellas parpadean.
Ninguna.
Todo está quieto.
Sólo su boca que se mueve a
contrapunto.
Sólo la estela que dejan sus
huellas sobre la vida que avanza.
Sólo queda el tiempo adolecido de
tenernos frente a frente y deletrearnos.
Sólo la ausencia del cuerpo
deseado.
La ausencia sorda del deseo.
De las ansias de fundirnos con el
otro hacia la nada.
La nada que todo lo contiene.
El vacío que nos compone las
entrañas.
La sal sobre la mesa.
Las gotas plateadas de lluvia sobre
los cristales de sus lentes.
El profundo cristal que guarda sus
ojos dulces y viejos.
Y los destellos que nos matan.
La soledad, entonces, es lo que
decanta.
Después de las mareas que nos traen
a buen recaudo.
Queda el fantasma.
Solamente el fantasma y su sonido
hueco y su hueco en el alma.
Quedan los lentes, la camisa y los
zapatos.
Queda nada.
Pero queda también el libro y el
poema y las páginas saladas que acompañan.
Queda la soledad contenida entre
las pastas.
El vacío que es la noche que nos
cubre como sus manos pintadas de tabaco.
El golpe de los nudillos contra la
puerta que no tiene llave ni está cerrada.
Queda la soledad contenida entre
las pastas.
La soledad de su voz de roble que
perfora el alma, de a poquito.
El fantasma.
La noche era apenas clara.
El epitafio colgaba del techo junto
a la lámpara.
Y las primaveras que me faltan se
estrellaron contra mi frente y llegaron todas, a un tiempo, a habitarme.
Todas las primaveras que él me
lleva de ventaja.
Fuimos dos almas viejas desgajando
el vacío.
Dos almas solas que fueron reflejo.
Dos espejos encontrados que
tejieron las nubes y la luna de mayo que es entonces espía y carnada.
La luna que fue testigo de los
cuerpos que sobrevivieron la matanza.
Los que quedamos, con la soledad a
cuestas.
Para contar la noche aquélla que ha
de contarse siempre, con el libro entre las manos.
La noche de Max Rojas.
La noche de los cuerpos que se
incendian de locura de saberse enamorados.
De saberse lejos, en un día que ya
no es hoy y que se ha ido de este mundo a esconderse en otro lado.
La soledad que es origen de todo lo
que anida y crece.
Como el sonido transparente de
todas las cigarras.
El metálico frío de una noche
solitaria.
El que sólo queda lleno cuando el
cuerpo se levanta.
Cuando la piel se escandaliza y la
electricidad se ata en la distancia.
Es ésa.
La soledad que lo contiene todo.
La nada que nos consume.
La que alimenta.
La que es tinta y verbo y
carcajada.
La soledad que lo contiene todo.
La que mata despacio.
La que mata.
Hola!! tu blog está genial, me encantaria afiliarlo en mis sitios webs y por mi parte te pediría un enlace hacia mis web y asi beneficiarnos ambos con mas visitas.
ResponderEliminarme respondes a munekitacate@gmail.com
besoss!!
°Emilia°