domingo, 20 de mayo de 2012

De fantasmas


Para Max Rojas y los cuerpos que nos atan

Se sentó frente a mí y leyó el epitafio.
Amor, a fin de cuentas, es vacío.
Dictó sentencia.

La noche era apenas clara.
Él hablaba de la soledad que lo contiene todo.
De los cuerpos.
Todos los cuerpos.
Todos.

La soledad que queda después de los cuerpos.
Cuando todos se han ido y las luces se apagan, de a poquito.
Los pedazos de los cuerpos que se encendieron aquel día.
Aquéllos incandescentes.

Y su voz de miel, su grave voz que trepida mar adentro.
Su voz que trémula se queda en mi garganta.
Su voz de papel en llamas.
El fuego que nace de sus labios transparentes.
De la sequía.
La vida que queda en la vera del río y reposa.
Por la tarde.

Sí, tal vez tengo unas primaveras menos.
Menos canas, quizás.
La misma soledad toca a la puerta.
Los mismos huecos llenan el alma.
La misma voz cascada derrumba los cimientos de la entraña.
De la última esperanza.

Y no llega.
No llega nunca la calma.
No llega nunca el silencio que acaricia el alma cansada.
No llega nunca.

La soledad, reina.
La soledad, casa.
La soledad, colmena y refugio y marejada.

Y ese hombre sentado al fondo de la sala.
El libro entre sus manos.
Las páginas calladas que dictan verso tras verso tras verso.
Y la página no acaba.

No acaba nunca el grito.
La voz detrás de la puerta que nunca se calla.
Los cuerpos que componen la lágrima, el suspiro, la madrugada.
La luna que, acaso, es la que acompaña.

Dormidos quedamos.
Dormidos todos bajo la sombra de su pluma que arrasa.

La nada que todo cubre, que amaina, que acelera y cruje y canta.

El ruido en la escalera.
Cuando no hay nadie que pase.

Él dice que no vendrá nunca nadie y sabe de lo que habla.

Sí, tal vez eran menos las primaveras.
Tal vez menos las andadas, las huellas y los girasoles de aquel día.
Tal vez en mi pecho quedaban menos restos de los cuerpos que trepanan.
Tal vez era otro el que entonces hablaba.

Pero la cadencia inclemente de su poema eterno se vuelve faro y aclara.
Es la única barca posible para sortear las tinieblas.

El laberinto que se abre ante los ojos del que espera la alborada.
La media luz que atestigua el garrotazo, el terremoto.
El vagabundo con su poesía en los ojos dulces que inevitablemente carga.
El que ha nombrado las cosas que nos pasan, una a una.
La mañana.

Luego viene el vacío de sabernos en pedazos que se habitan o se mudan o se encuentran con los cuerpos que luego son los que nos matan.
Los espacios vacíos entre los cuerpos.
Las distancias.

Los cuerpos que nos matan.
De amor, de rabia, de belleza incalculada.
Lo incalculable de la nada y su dominio.

La soledad que cae rodando por la escalinata de la sala.
Y se acuesta sobre el regazo del poeta.
Se arrellana.
Ronronea.

La soledad que come ansias.
La soledad que sólo a veces compartimos con la gana.

El deseo de la piel de incendiarse a fuego lento.
De consumirnos al compás de las miradas.

A pesar de las primaveras que me lleva por delante.
Las que tengo ya olvidadas en otras vidas que han pasado por la calle de mi casa.
Por la estancia aquélla de la Alhambra que ha quedado iluminada sólo de azogue.
De las estrellas que se derraman sobre las fuentes y jardines.
Las que compartí con él en la madera de un buen vino.
De un mezcal caliente y acerado.
De un cigarro que se consume como se consume luego el alma.
Como la soledad que se abrasa con el tiempo.

La columna de ceniza que finalmente sucumbe ante el peso ínfimo del aire y su letargo.
El amor que no es otra cosa que vacío.
El amor que se macera en el vacío de los cuerpos y las pieles que se tocan a escondidas.
De las moléculas que se apilan formando un fuerte infranqueable y portentoso.

Los átomos que vacíos nos acercan y nos unen.
Los pedazos que somos en silencio.
Los pedazos.

Y luego yo.
Las otras primaveras que me faltan.
Y yo.
Y la soledad que me acompaña y me lame las heridas, insistente.
La que se estaciona con mi sombra y arremete contra el tiempo.
La que duele.
La que no suena de ningún modo, ni huele a nada, ni siente.
La soledad ésa.
La azul, la colmilluda, la quieta.

Y él.
Al fondo de la sala.
Cuidando el libro y las palabras y la poesía que se le escapa de la mirada clara.
La voz vigilante y guardiana.
Los cuerpos sobre la página blanca.
La cuerda alrededor de la garganta.

No hay reloj en esta estancia. 
No hay tiempo.
No corre el sol sobre las cosas como pasa afuera, que no dentro.
En otros lados.

En su presencia no corre el sol, ni anda la luna, ni las estrellas parpadean.
Ninguna.

Todo está quieto.
Sólo su boca que se mueve a contrapunto.
Sólo la estela que dejan sus huellas sobre la vida que avanza.
Sólo queda el tiempo adolecido de tenernos frente a frente y deletrearnos.
Sólo la ausencia del cuerpo deseado.
La ausencia sorda del deseo.
De las ansias de fundirnos con el otro hacia la nada.
La nada que todo lo contiene.
El vacío que nos compone las entrañas.

La sal sobre la mesa.
Las gotas plateadas de lluvia sobre los cristales de sus lentes.
El profundo cristal que guarda sus ojos dulces y viejos.
Y los destellos que nos matan.

La soledad, entonces, es lo que decanta.
Después de las mareas que nos traen a buen recaudo.
Queda el fantasma.
Solamente el fantasma y su sonido hueco y su hueco en el alma.

Quedan los lentes, la camisa y los zapatos.
Queda nada.

Pero queda también el libro y el poema y las páginas saladas que acompañan.

Queda la soledad contenida entre las pastas.

El vacío que es la noche que nos cubre como sus manos pintadas de tabaco.
El golpe de los nudillos contra la puerta que no tiene llave ni está cerrada.

Queda la soledad contenida entre las pastas.

La soledad de su voz de roble que perfora el alma, de a poquito.
El fantasma.

La noche era apenas clara.
El epitafio colgaba del techo junto a la lámpara.

Y las primaveras que me faltan se estrellaron contra mi frente y llegaron todas, a un tiempo, a habitarme.
Todas las primaveras que él me lleva de ventaja.

Fuimos dos almas viejas desgajando el vacío.
Dos almas solas que fueron reflejo.
Dos espejos encontrados que tejieron las nubes y la luna de mayo que es entonces espía y carnada.

La luna que fue testigo de los cuerpos que sobrevivieron la matanza.
Los que quedamos, con la soledad a cuestas.
Para contar la noche aquélla que ha de contarse siempre, con el libro entre las manos.

La noche de Max Rojas.
La noche de los cuerpos que se incendian de locura de saberse enamorados.
De saberse lejos, en un día que ya no es hoy y que se ha ido de este mundo a esconderse en otro lado.
La soledad que es origen de todo lo que anida y crece.
Como el sonido transparente de todas las cigarras.
El metálico frío de una noche solitaria.
El que sólo queda lleno cuando el cuerpo se levanta.
Cuando la piel se escandaliza y la electricidad se ata en la distancia.

Es ésa.
La soledad que lo contiene todo.
La nada que nos consume.
La que alimenta.
La que es tinta y verbo y carcajada.

La soledad que lo contiene todo.
La que mata despacio.
La que mata.

1 comentario:

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