martes, 20 de septiembre de 2011

El hilo rojo

…el sonido que llega de repente para decir no hay nadie,
no vendrá nunca nadie…
Max Rojas

Quisiera parir mi alma fuera de este pesimismo,
encontrar la luz en lo terrible
y hallar lo verdadero.
Davo Valdés de la Campa



Tengo miedo. Hablo de un miedo primario, inexplicable. Tengo miedo en la piel, sobre todo. Miedo… ¿Qué es? ¿De qué se compone aquello que nos aprieta en el centro del cuerpo? ¿Cómo se cura?

De pie,
al borde del abismo:
sostenida del horizonte
por un hilo rojo
que me teje
el pensamiento,
las dudas,
el miedo mismo.

Y es cierto: dentro del continuo espiral del tiempo, la relatividad premia. Es cierto que soy joven, que comienzo; en términos parciales, es absolutamente cierto. Pero es cuestión de darse cuenta: la juventud no hace menos real al miedo, no lo doma. El miedo no envejece.

Soy oruga:
envuelta en capas de hilo rojo
que se van desmadejando.

He descubierto, con ayuda, que no tengo miedo de morirme. Tengo miedo de saberlo, de sentirlo, de estar sola. Sí, sola. Y aquí reinará la argumentación filosófica de la soledad por antonomasia, por excelencia. Y, probablemente, tendrán razón aquellos que afirmen que uno llega solo y solo también se va. Pero insisto, incluso la más recalcitrante verdad es, en este caso, relativa.

Soy trompo:
giro sin detenerme,
espero el final del carrete.

De nuevo, nos enfrentamos a un entramado infinito de ilusiones ópticas y reflexiones cruzadas en los espejos cóncavos y convexos que nos hacen: es posible saberse conectado al mundo, ser parte de algo más grande que uno mismo, más complejo; ser todo, siendo uno: ser uno, siendo dos. Es posible.

Llega el momento:
el hilo rojo se tensa,
los silencios esconden las tijeras
debajo de la tarde.

Creo, ferozmente, que al final –sea lo que sea, donde quiera que se encuentre–, quitarse el antifaz sólo servirá para vernos con mayor nitidez: asidos los unos a los otros. Sin miedo.

Caer o no caer.
Ahora, ésa es la cuestión.

Pero hoy, un domingo cualquiera de septiembre, la emoción se derrama y se derraman las posibilidades de ser polvo: la bendita impermanencia que, poco a poco, nos construye, ésa que, al mismo tiempo, nos devora. Y da miedo. Esta soledad estremece hasta los huesos. Duele el roce de la piel con el vacío. Arde la existencia, que, sola, pierde significado. Se extingue la flama de la vela. Asusta desvanecerse, diluirse, agotarse. No el morirse: el dejar de ser.

Me dan miedo las alturas.

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